29 - 07 - 09




Ya es mucho ver, reconocer y admitir que algunas veces hay dentro de nosotros algo que quiere drama o que quiere guerra. Que no quiere oír ni hablar de perdón, de paz o de amor. Sobretodo cuando andamos por las sendas del crecimiento personal o la espiritualidad, de la forma que sea.

Es habitual que intercambiemos nuestras viejas ideas por los altísimos conceptos, de maestros, de cursos o de libros. Pero las palabras son sólo palabras, y las ideas pueden convertirse en servidores del ego. Entonces parece que hay que mostrarse ante los demás como un iluminado o un santo. Y este no es más que el mismo ego de siempre, que en vez de ir de simpático, poderoso o metrosexual, se pone el disfraz de espiritual.

Lo mismo cuando adoptamos el papel contrario, el de ir por ahí como una calamidad renqueante que se dice estar lleno de problemas dificilísimamente superables. Ya sea hablando o para sus adentros. O se repite continuamente que le han hecho tanto daño que superar su pasado es casi imposible. Porque en estos casos, tampoco se quiere reconocer que el problema está dentro de uno mismo y se proyecta fuera culpando.

Todo está dentro de mí. Porque yo soy el sujeto último de todas las experiencias que vivo. El observador que está más allá de la mente. El que contiene al yo y también a lo que no creo ser yo. El que siente el cuerpo, el que ve otros cuerpos, el que percibe todas las cosas y todos los mundos. Y no hay otro viviendo mi vida más que yo. Todo lo que experimento, lo hago a través de mi mente y todo lo que puedo ver y sentir soy sólo yo quien lo veo y siento.

La inteligencia nos dice que a través de otras personas también hay esa capacidad de percepción, una conciencia, un ser. Y eso es algo maravilloso. Porque los reconozco como mis semejantes. Son como yo, hermanos, hijos de un mismo padre. Somos de la misma naturaleza, somos lo mismo. Pero igualmente, la inteligencia de la vida nos dice que cada foco de conciencia expresará su potencial de una forma, es decir, soñará su propio sueño.

Usemos otro enfoque. Para ello me serviré de un ejemplo: una canción. Para algunos puede ser la canción de su vida. Para otros puede ser algo insoportable. Y desde un extremo al otro hay muchos grados. Cada persona que la escuche la percibirá de una manera diferente, y le gustará o no en mayor o menor grado. Incluso para dos personas para las que sea su canción favorita. Cada una de ellas, vivirá esa belleza en manera y grado diferente. Cada uno en función de sus canales de percepción, de su mente.

Igualmente en algo aparentemente malo de por si, como robar un banco, por ejemplo. Para una inmensa mayoría será un hecho reprobable, condenable. Pero para algunos podrá ser más comprensible, para otros será más inaceptable, para otros no bastaría ni la pena capital para castigarlo y para el ladrón, sin embargo, es algo positivo, pues era lo que él quería, y si le ha salido bien, su patrimonio habrá aumentado.

El robo de un banco o una canción, son lo que son, pero cada quién los vive de una manera. Esto conviene comprenderlo bien porque creer que las cosas son como uno las ve, trae desagradables sorpresas. Y siempre se puede cambiar la manera en cómo veo las cosas. Si nos damos cuenta, hasta en nosotros mismos todo cambia. Una misma persona, puede variar sus gustos en el tiempo. A mí por ejemplo, de adolescente me encantaban canciones que ahora me tendrían que pagar para escucharlas.

Yo soy el foco de conciencia que percibe absolutamente todo lo que puedo llegar a ver y a sentir. La mente, mi mente, que también es algo en mí, configura la realidad relativa que vivo. Y puedo y debo hacerme con sus riendas. Debo tomar responsabilidad de cómo veo el mundo. No soy víctima de nada ni de nadie. Todo lo que me hacen, soy yo mismo quién me lo hago. Todo lo que doy, es a mí mismo a quién se lo doy. Míralo de corazón, pues no podría ser de otra manera. Puedes creer que es de otra manera pero eso sólo puede traer enfado. Porque te creerás ser una víctima de la vida, de los demás o de Dios. Y no es así. En absoluto.

Así, si realmente comienzo a vislumbrar esto, debo hacerme responsable y empezar a no culpar a nadie. Y tampoco a mí mismo. Yo no tengo ninguna culpa de nada. Las cosas han funcionado como lo han hecho, y cada uno ha hecho lo que ha podido en función de sus circunstancias. Y si el mundo parece que no puede estar peor, pueden ser inmejorables noticias, pues no hay mayor estímulo que el sufrimiento para despertar.

En este sentido, hay que ser honesto con uno mismo y no engañarse. Lo primero es ver, reconocer y admitir lo que hay en mí. Lo que vivo realmente en mí. Y la consecuencia inevitable es una petición de ayuda, que por ser profunda y sincera, llega seguro, aunque a veces esta ayuda no venga de la manera que uno cree o le gustaría.

Cuando veo ego en mí, no pasa nada. Es normal y hay que aceptarlo. No es que así el ego vaya a desaparecer por siempre. Pero sí puede ser más y más tolerable. Sí puede dejar de ser molesto. Muchas veces actúa el ego en mí. Basta una situación, real o imaginada, en la que el personaje que creo ser se ve infravalorado o despreciado y se encienden las alarmas. Entonces, una energía recorre mi cuerpo, me invade una ofuscación y muchas emociones, como el miedo, que alimenta aún más la ira.

Puede que no lo note siempre, pero parece que hay en mí algo que necesita estar desafiante, al acecho, dispuesto siempre a juzgar y a condenar, a defenderse y atacar. Algo que no permite más que unas determinadas treguas, unos más o menos cortos periodos de paz. Esto es lo que el ego es. Como una industria armamentística, que tiene su razón de ser en que haya guerra y en la ilusoria protección de uno mismo. Hay que ver y experimentar que lo que soy no necesita ninguna protección. Hay que darse cuenta que no tiene ningún sentido no querer la felicidad.

El personaje que creo ser, el ego, siempre quiere salir victorioso y estos son sus procedimientos. Salir victorioso puede significar: quedar como triunfador “yo tengo razón”, como superior “yo soy más que”, como víctima “pobrecito de mí”, “ay lo que me han hecho”, más inteligente, mejor, más bueno, o incluso más malo, el caso es ser más lo que sea. Y no digamos de su necesidad de acaparar, de tener más, de adquirir más y más cosas que le garanticen su importancia y su seguridad.

Yo te siento como un igual así que es posible que hayas vivido cosas parecidas. Son ejemplos de lo que ha sucedido y sucede en mí y me gusta compartirlos. Desde la profundidad de la sinceridad, comunicarlos es algo hermoso. No debemos tener historias tan distintas tú y yo. Creo que sólo cambiarían en lo superficial. Soy tu compañero de viaje. En el fondo soy tu igual. Por eso me gusta comunicarme contigo. Me gusta contarte cómo veo el mundo. Y Me gusta que me cuentes cómo lo ves tú.

Namaste, amigo.

Un gran abrazo, hermano.